En la madrugada del día 27 de febrero de 2010, en casi todo el territorio nacional de Chile tuvo lugar uno de los más grandes y devastadores terremotos de los que se tengan registros. Su epicentro fue una localidad costera llamada Cobquecura en la VIII Región del país. Aquella madrugada de ese fatídico día yo me encontraba a bordo del Transporte “Aquiles” un Buque logístico de la Armada de Chile, donde yo era su Oficial de Abastecimiento y después del 2º Comandante, el Oficial más antiguo.
Este era un buque bastante grande, con capacidades que permitían trasladar tropas y transportar gran variedad de material militar como vehículos, maquinaria, contendores marítimos, insumos clínicos, carga general y una considerable cantidad de víveres. Esto permitía una autonomía de varios meses sin la necesidad de requerir los servicios de abastecimiento de bases navales o puertos civiles. Del mismo modo, las acomodaciones de este buque eran estupendas. De una gran capacidad de brindar bienestar a pasajeros y con capacidades de servicios que permitan una agradable vida a bordo e independencia sanitaria al poseer una clínica y un calificado equipo de médicos, enfermeros y dentistas navales.
Una Cubierta de vuelo además, permitía contar con un helicóptero y todo lo necesario para operaciones aeronavales y el abastecimiento permanente de combustible de aviación y resguardo de las tripulaciones de aeronaves embarcadas. Era un buque primordial, sus grandes almacenes y frigoríficos lo hacían toda una ciudad flotante y su dotación ese año, en un gran porcentaje recién llegado, denotaba entusiasmo y agrado por el nuevo equipo conformado para el año 2010.
El 27 de febrero estabamos atracados en la Base Naval de Talcahuano, también ubicada en la región ya señalada y en espera de zarpar para retornar a Valparaíso, nuestro puerto base. En esa madrugada ya pasada las 3 de la mañana y mientras dormía, fui removido de mi cama de manera muy violenta. El buque era agitado de manera increíble. Era como si la mano de Poseidón nos hubiera tomado cual “coctelera” y nos sacudiera frenéticamente.
En medio de este caos vi aparecer a mi Comandante, junto a mi camarote con una bata y su rostro muy turbado. En ese instante me señaló que nos preparáramos a zarpar de emergencia, ante la provabilidad de un tsunami.
Nada sabíamos. Por el canal internacional de comunicaciones radiales se podía escuchar el caos reinante en diferentes embarcaciones mercantes. De igual manera, el contacto con tierra estaba totalmente anulado y las otras unidades navales de la Marina chilena, prontamente se pusieron bajo las órdenes de nuestro comandante, a la sazón el más antiguo de todos los Comandantes en esa bahía presentes esa madrugada. Por lo mismo y por protocolo, todos los mandos de todas los buques militares y civiles debían ovedecer a nuestro Comandante. ¡La orden fue clara! ¡Todos deben zarpar! . Mientras tanto éramos testigos de los más dramáticos llamados de auxilio por parte de embarcaciones que informaban que el mar, emprendía ya su rauda retirada, lo que confirmaba las apreciaciones de nuestro lider pocos minutos antes.
De pronto, nos gritan desde tierra para observar la pasarela. Tan solo 20 minutos antes, mantenía una pendiente desde abajo hacia arriba desde el muelle. Ahora era todo al revés. Lo que indicaba claramente, que el mar se retiraba vertiginosamente.
Los minutos transcurrian en medio de las rápidas labores de zarpe y el océano pacífico como un gigante parecía retraer su puño para embestirlo sobre la costa en breves minutos más. Donde antes había agua ya empezaba a verse el fango. El miedo, creo se había apoderado de todos. Quien no sienta miedo en una situación así, sin duda no tiene real conciencia de lo que pasa.
Subí al puente de mando donde me encontré solo con algunos pocos Oficiales y un Cabo 1º. No estaba el quipo que conformaban el team normal de navegación para zarpes. El timonel no estaba y el radarista tampoco estaba a bordo. Como día de descanso muchos estaban en tierra en una merecida pausa. Estábamos los que llegamos y el Oficial Navegante hizo las veces de timonel, el suscrito de control de la ecosonda, el ingeniero dando órdenes a las máquinas y el Comandante dirigiendo la maniobra de zarpe desde le puente de mando del “Aquiles” en condición de poca profundidad y mucha menos visibilidad, Chile entero se había literalmente apagado.
El Comandante me pedía le informara las lecturas de la ecosonda y por un momento pensé que el “1,5” que en el monitor figuraba, correspondía a 15 metros. Consulté y me respondieron: “Negativa”… “Es 1,5 metros”. En ese momento quedé impactado y mi temor me hizo dudar de lo que estábamos viviendo. Morir en el intento de escapar de un tsunami era algo que tenía muchas probabilidades. Teníamos un metro y medio de agua desde la quilla hasta el fondo marino. Y a 4 nudos no era de extrañar chocar con una roca oceánica, vararse y inclinarse a una banda para posteriormente ser arrastrado por la ola de impacto llenante que a gran velocidad impulsaba millones de toneladas de agua, arrasando con todo a su paso.
¡Se respiraba miedo en el ambiente!, y, literalmente respirando un olor parecido al azufre. Al exponerse el fango del fondo marino como consecuencia de la retirada del mar, los gases de este barro atestaron el ambiente, haciéndolo aún más desagradable. Todos estábamos tranquilos sin embargo y cumpliendo cabalmente cada orden recibida. Seguíamos escapando mar afuera, siempre con 1 metro a 2,5 metros de agua bajo nuestra quilla con el consiguiente riesgo de estrellarnos contra una roca y romper el costado de la embarcación y hundirnos.
Mientras observaba la ecosonda con las profundidades que señalé, acompañaba al Comandante en el alerón de Babor. Desde ahí tenía una perspectiva dantesca de lo que pasaba. Nuestro otrora gran Astillero Naval estaba a oscuras y visiblemente dañado y por nuestra popa podía distinguirse una fila de unidades navales que nos seguían.
Un gran foco de uso naval hacía las veces de “busca caminos” e iba alumbrando la proa del buque mientras navegábamos con una corriente a favor, puesto que, en esos minutos previos al tsunami, se producía la vaciante, es decir el mar se retiraba de manera precipitada. En un momento, quien llevaba el control del poderoso farol, dejo pasar el haz de luz por sobre las grandes factorías del Astillero de la Armada, donde la oscuridad reinaba. En ese momento pudimos escuchar los gritos de varias personas que distinguieron el haz de luz de nuestra unidad. Pude apreciarlos a unos 300 o 400 metros de distancia y sus gritos eran desesperados, pidiendo auxilio para ser rescatados. Seguramente se encontraban aislados. Miré a nuestro Comandante y con solo su mirada me dijo todo: ¡“Nada podemos hacer por ellos”! Fueron segundos estremecedores y horriblemente tristes. No podíamos salvar a esos marinos los que, seguramente serían arrastrados por el tsunami que acumulaba energía antes de irrumpir con toda su furia contra la costa.
El buque poco a poco empezó a tomar más profundidad. En cuestión de minutos tomamos una posición que nos permitía fondearnos de manera segura ya lejos de la fracturada costa. Luego de varios minutos de frenética escapada logramos colocarnos en una posición segura para poder tomar las acciones que las circunstancias demandaban.
Las horas empezaron a pasar y nuestro buque se conformó como un centro de operaciones flotante. Desconocíamos el destino de la Base Naval y las comunicaciones estaban literalmente cortadas. En ese momento recordé mi radio a baterías con capacidades de recepción para varias bandas en AM y ondas cortas. Estaba lista para ser usada para algo que nunca esperé pudiera ser útil. Con esta radio “Sony” japonesa empezamos a recibir transmisiones desde Argentina, quienes daban cuenta de la catástrofe ocurrida en Chile. Las transmisiones chilenas estaban apagadas por lo que la propagación de las señales electromagnéticas trasandinas eran claras y señeras.
Hasta ese momento, ignorábamos que estábamos en el epicentro mismo de este enorme terremoto. Esta radio de algo sirvió en momentos de total desconocimiento de lo que ocurría. Luego, el Teléfono satelital entró en acción y con este, pudimos iniciar el contacto con el Alto Mando Naval y conectar las primeras acciones tendientes a tomar el control positivo de la zona marítima afectada. Llegó la mañana, y el panorama que podía percibir era impresionante. Una especie de “nata” sobre el mar, cubría el agua con restos de todo tipo de cosas.
Desde embarcaciones volteadas hasta contenedores que se hundían y navegaban, árboles, materiales de todo tipo arrastrados por las corrientes que iban y venían. Era algo dantesco y preocupante, porque las corrientes experimentaban un comportamiento errático que impedía mantener la seguridad del buque ante posibles choques de elementos a la deriva.
Una muestra de lo anterior fue algo que nos llenó de cierta tristeza. En un momento determinado, muy temprano por la mañana, por nuestra proa empezamos a ver que navegaba como barco fantasma la Fragata “Zenteno”, unidad dada de baja algunos años atrás en la cual había servido el año 1999 como un novel Subteniente. Se encontraba encabuzada, es decir con su proa ligeramente hundida y navegando sin control a merced de las desconcertantes corrientes posterior al tsunami. Triste espectáculo verla avanzar dañada y herida de muerte. Prontamente, se dio la orden a una Corbeta de remolcarla hacia fuera de la Bahía y hundirla en el pacífico abierto. Un final triste a una Fragata magnífica que tantos servicios prestó a Chile.
Esa misma mañana el Comandante me ordena, bajar a tierra junto al Segundo Comandante. Para tal objeto embarcamos en el Helicóptero de la Aviación Naval que nos acompañaba abordo. Se dispuso la cubierta de vuelo para el despegue y en pocos minutos ya sobrevolábamos toda la bahía. Las primeras imágenes que veía eran terribles. El Astillero de la Armada en el suelo, unidades desperdigadas por doquier, diques flotantes sobre tierra, buques mercantes sobre las calles de la ciudad y la Base Naval, literalmente en el suelo.
El sobrevuelo en un momento recorrió parte de la ciudad de Talcahuano, donde los estragos eran de magnitud. Aproximamos al Helipuerto, colindante al lugar de descanso del Monitor “Huáscar”. Verlo me trajo cierta tranquilidad, puesto que, sumado al desastre, su pérdida habría sido aún más dolorosa. El Coloso de 1879, se encontraba perpendicular a su posición normal. El tsunami no lo había logrado matar.
Aterrizamos. Solo un Piloto de otro helicóptero de la base, destruido ya, nos recibió. Su rostro reflejaba el impacto de lo que en la madrugada vivieron. Nos pusimos en marcha para contactar a las autoridades de la Base e iniciar lo necesario para rearmar todo. Caminamos por la Base y pudimos ver el nivel de destrucción de casas y reparticiones. Todo se había perdido. No había base naval, los servicios logísticos del Centro de Abastecimiento estaban literalmente en el suelo.
Astilleros, Arsenales y la mayoría de las reparticiones de tierra estaban destruidas o en un estado de ruina. Durante ese día coordinamos lo necesario con la Infantería de Marina chilena que en esos momentos y los meses posteriores, dieron muestra de un valor y comportamiento a la altura de su honrosa tradición. Estuvieron siempre al pie del cañón de manera infatigable y con un entusiasmo ejemplar. La Marina y Chile le deben mucho a nuestros Infantes de Marina.
Mi regreso a bordo, ya avanzada la tarde, fue muy triste. Ya empezaban a conocerse detalles del desastre y la pérdida de numerosas vidas en todo el país. Las necesidades empezaron a hacerse notar. Las pérdidas requerían que alguien permitiera el suministro de todo lo necesario para el sustento de la vida de centenares de personas en los primeros días posteriores al desastre.
Desde mi llegada a la Unidad a finales del año 2009, mi sensación era de que todo andaba de manera forzosa. Las cosas funcionaron de tal manera que el 27 de febrero sin haberlo previsto, estábamos donde más nos necesitaron, donde toneladas de víveres alimentaron a centenares de personas, donde los servicios de clínica flotante ayudaron a tantos más que fueron heridos o enfermaron.
La Santísima Providencia, esa madrugada nos colocó en el lugar y el momento que la Patria lo demandaba. Nunca olvidaré esa madrugada pavorosa y tampoco nunca borraré de mi memoria al Comandante Juan Andres de la Maza hoy Comandante en Jefe de la Armada de Chile y a mis camaradas quienes, en todo momento, dieron cuenta de liderazgo y tranquilidad al afrontar la posibilidad cierta de morir.
Jaime Larraín Zelada
Capitán de Corbeta (R)